LA MUERTE Y LA VIDA MANTIENEN UN PULSO COTIDIANO EN PAPÚA.
UN CÁNTABRO EN TIERRA CANÍBAL VI
En Julio de 2005, me adentré, con la única compañía de un guía autóctono Thony y de un puñado de porteadores nativos en el ancestral mundo de Irian Jaya (Papua Occidental), el rincón más salvaje del planeta. Mi intención era contactar a los hombres mono, los caníbales korowai. El viaje se convirtió en una experiencia única, un auténtico reto como viajero, plagado de anécdotas y situaciones novelescas.
Este serie de relatos pretende ser una especie de cuaderno de viaje, mediante el cual, os narro mi aventura en tierra caníbal.
LA MUERTE Y LA VIDA MANTIENEN UN PULSO COTIDIANO EN PAPÚA.
Un día más tarde, me encontré cara a cara con dos grupos de hombres armados y pintados para la guerra, que se amenazaban y se arrojaban alguna flecha a los pies. Su aspecto era fiero. Uno de ellos, alto y musculoso, de pelo y barba rojiza, y con la cara y las piernas cubiertas de barro, iba ataviado con un gorro de piel semejante al de “David Croket” y una camiseta sin mangas, con diseño de camuflaje y unas alas negras cosidas en el pecho, que se ceñía a su cuerpo, marcando al detalle su portentoso pectoral y sus robustos brazos. Completaba su aterradora imagen un taparrabos que le cubría de cintura hacia abajo.“No me gustaría caerle mal a ese tipo”- me dije a mí mismo-..
El causante de aquella guerra entre clanes yacía a mi izquierda. Sobre un lecho de hojas, uno de los miembros del clan agraviado estaba tendido inerte, con un hacha clavado en el cráneo. La escena impactaba.
Yo no moví ni un músculo, tratando de no atraer la ira de aquellos enfurecidos hombres armados hasta los dientes.
Aquel día no se derramó más sangre y todo acabó con el acuerdo de una compensación en forma de cerdos. Pero otras muchas veces, la solución no resulta tan sencilla…
-“¿Sabes cual fue el motivo de la pelea? – le pregunté a Thony-.
-“En Irian Jaya, cuando dos hombres se pelean, sólo puede haber dos razones: cerdos o mujeres!”
Yo era el único huésped del hotel Baliem Pilamo esa noche.
De nuevo aquella paz, aquel silencio intenso que te envuelve al caer la tarde y que sólo puede percibirse lejos de la civilización. Aquella oscuridad sólo rota por la luz trémula de alguna lámpara de escasa potencia.
Mientras cenaba, recapitulaba sobre mis primeros pasos en aquel mundo sorprendente en el no había hecho más que asomar.
Mi contacto con los Dani me habían servido de precalentamiento previo a lo que me esperaba a partir de la mañana siguiente, las dos auténticas metas de mi viaje: las abruptas tierras de los Yalis y, como colofón, lo que allí conocían como “el Infierno del Sur”, las traicioneras junglas, que sirven de seguro para la subsistencia de los Korowai y los Kombai.
Cené sopa de espárragos con especias, patatas fritas y cangrejos de río. En aquel momento no imaginaba que estos últimos se iban a convertir en parte habitual de mi dieta durante mi expedición en Irian Jaya.
“¡O.k. let’s go!”
El piloto que nos llevaría hasta Korarek, en territorio Yali, era un americano de mediana edad, que trabajaba para los misioneros jesuitas.
Un par de líneas aéreas, ambas pertenecientes a compañías misioneras, sobrevuelan aquellas selvas, trasportando medicinas, comida y, de vez en cuando, algún que otro viajero, que aprovecha el vuelo para ahorrarse meses de caminatas por montañas y junglas.
La niebla, que se había acomodado en el Baliem, había retrasado en una hora la salida. Pero por fin, tras cargar el equipo y víveres, el piloto decidió que podíamos partir.
La avioneta era muy pequeña; apenas cabíamos cinco personas entre la carga.
Yo ocupé el sitio junto al piloto, que me ayudó a abrochar correctamente el cinturón.
Después, el americano rezó una oración que se prolongó por cerca de un minuto.
“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… concédenos, Señor, un vuelo agradable… Permítenos llegar sanos y salvos a nuestro destino… En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén”
Siempre he confiado en la pericia de estos pilotos que vuelan sobre las selvas de Papúa con la sola ayuda de su propio instinto y su enorme experiencia. Alguien me dijo una vez que eran los mejores…
Las hélices del aparato rugieron y todo comenzó a vibrar mientras, poco a poco, íbamos ganando velocidad. Poco tiempo después, la avioneta viraba rumbo al suroeste…
Volar en una avioneta tan pequeña como aquella resulta una experiencia excitante. Pero si además sobrevuelas las cimas y selvas de Papúa, a una distancia tan baja, que crees tocar con tu mano la copa de los árboles, el momento se puede convertir en uno de los más fascinantes del viaje.
Superada la impresión inicial, decidí relajarme y disfrutar del espectáculo de la naturaleza en su estado más puro: montañas, tupidos bosques, árboles gigantescos, cataratas…
« ¡It´s spectacular!” – le comenté al piloto-
“Oh, yes. Of course it is”
Según nos íbamos adentrando en la cadena montañosa “Jaja Wijaya”, comenzamos a avistar los primeros poblados Yali. Primero chozas solitarias, después comunidades más grandes, asentadas en las cimas más inaccesibles o en las pendientes más escarpadas y escurridizas.
Tras casi una hora de vuelo, llegó uno de los instantes más impactantes del viaje.
Entre aquel enjambre de montañas y ríos se dibujó de pronto una pequeña pista de aterrizaje, cubierta de hierba…“¡Más vale que tenga puntería!” ,me dije a mí mismo, con la sensación de que aterrizar en aquel espacio minúsculo sería tan complejo como atinar con un dardo en el centro de una diana..
Poco a poco, la avioneta se situó de frente a la pista y se lanzó derecha hacia ella.
A medida que nos aproximábamos, comencé a distinguir tres o cuatro casetas y un pequeño hormiguero de gente que se encaminaba hacia el lugar desde todas direcciones.
Las ruedas tocaron tierra con una suavidad inesperada y en breves instantes, el aparato se detuvo por completo.
Aun no había descendido del avión cuando la escena que contemplé por la ventanilla me hizo comprender que había llegado por fin al corazón de Irian Jaya. Un gentío procedente de las montañas y laderas cercanas comenzó a arremolinarse alrededor del aparato, con los ojos abiertos de par en par. Los hombres estaban desnudos – llevaban el pene enfundado en largos “kotekas” -. Algunos de ellos lucían, alrededor de la cintura, el sebiap – coraza de fibra vegetal, que les sirve de protección en la batalla -. Otros llevaban la típica redecilla en la cabeza.
Las mujeres también mostraban toda la desnudez de sus cuerpos. La faldita vegetal que colgaba de sus caderas era mínima, y apenas las cubría por delante, dejando al descubierto las nalgas.
Eran los Yali. Tal y como yo les había imaginado. El momento me resultaba especialmente emocionante.
Lo cierto es que ni yo podía apartar la mirada de aquella gente ni ellos de mí. Imagino que alucinábamos mutuamente.
Tras descargar nuestro equipaje y alguna otra provisión que la avioneta trasportaba con destino a Kosarek, los hombres más jóvenes se ofrecieron como improvisados porteadores y nos encaminamos hacia las casetas que, una vez, habían conformado una misión, y ahora se habían convertido en una estación de radio y en un punto de “idas y venidas” para las compañías aéreas de la zona.
Hay 30.000 Yalis en Irian Jaya, repartidos en pequeños asentamientos a lo largo de un territorio boscoso y montañoso, a más de 2000 metros de altitud, en el que lo tienes que pensar dos veces antes de aceptar la invitación del vecino del pueblo de al lado.
Desde Kosarek, enmarcados en un paisaje absolutamente espectacular, se podían divisar varios poblados Yali, que aparentemente no estaban a excesiva distancia entre sí. Pero una cosa era la distancia en línea recta y otra muy distinta el tiempo y el esfuerzo real que te llevaba trasladarte por aquellas montañas, cubiertas de vegetación, y con un firme tremendamente traicionero. Los pocos puentes que los Yalis habían construido en el pasado estaban semiderruídos. Atravesarlos conllevaba muchísimo riesgo. Tampoco había caminos, por lo que para llegar a una comunidad que se divisaba en la cima de una montaña, al este, tenías que caminar hacia el oeste, luego hacia el norte, de vuelta al oeste, y así continuamente, mientras intentas encontrar un acceso entre la maleza que te permita progresar hacia un destino del que con frecuencia crees alejarte. Eso sin olvidar que lo abrupto y escarpado del terreno implica contínuas subidas y bajadas de pendientes, que la mayoría de las veces llegan a los 80 grados de inclinación. Yo había tenido una conversación con Thony a este respecto…
“No quiero intentar acaparar demasiado territorio, y pasarme el día caminando de un lado para otro, sin apenas encontrar señales de vida. Prefiero centrarme en dos o tres poblados no muy lejanos y poder disponer de tiempo para compartir y fotografiar a sus habitantes…”
Thony me señaló con el dedo un par de picos sobre los cuales se divisaban varias decenas de chozas…
-“¿Ves aquellos poblados?…, son los más cercanos; visitarlos nos llevará un día entero…” – Dijo -.
-“o.k., nos centraremos en esos dos puntos”
También decidimos convertir la antigua misión de Kosarek en nuestro campamento base y, salvo imprevistos, regresar allí cada noche.
La caseta, de madera y techo de hojalata, en la que nos instalamos, había sido una escuela un par de años atrás.
Lo que fue la habitación de la maestra, eran ahora cuatro paredes vacías, con un sucio jergón de pluma, tirado en el suelo. “Más confort no cabía esperar en aquellas latitudes”, así que, desplegué sobre la colchoneta el saco de dormir y tomé posesión de mi nuevo hogar.
Por la tarde, aún tuvimos tiempo para visitar un pequeño poblado, muy próximo a la misión.
Los Yali de aquella zona pertenecen a una rama denominada Meck. Son de reducido tamaño, prácticamente pigmeos. Esta tribu se gana la vida con la agricultura, la caza y la cría de cerdos. Como casi todos los grupos de la zona rompen la monotonía enzarzándose en continuas peleas y escaramuzas con las otras etnias vecinas. Hasta hace muy poco, continuaban practicando el canibalismo ritual, si bien esa costumbre está desapareciendo, debido principalmente a la influencia misionera y a la determinación de erradicarla por parte del gobierno indonesio.
El sol comenzó a ponerse en las montañas de Jaya Wijaya.
Una cierta sensación de paz envolvió la vida alrededor de la misión. Como si todo se entregara definitivamente al descanso, tras una jornada llena de emociones: personas, animales, naturaleza… El cielo estaba despejado y el sol, en su descenso, iluminaba con una luz intensa aquel paraje único, perdido en el principio de los tiempos – desde que puse los pies en Kosarek, me sentía como uno de aquellos pioneros, que en algún momento de la historia habían vivido la experiencia de descubrir un mundo nuevo -. Salí de la cabaña y me quedé admirando, ensimismado, el escenario que me rodeaba, mientras respiraba hondo y un escalofrío me recorría el cuerpo.
“¡Dónde estoy metido, qué maravilla!”
Aquel éxtasis duró poco.
Desde mi llegada a Kosarek no había dejado de sentirme observado en todo momento.
Especialmente los niños y algún grupo de jovencitas recelosas, me seguían a todas partes, mirándome de arriba abajo, sin perder detalle de cualquier gesto o acción por mi parte.
El proceso de lavarme los dientes, por ejemplo, les resultaba especialmente interesante, a tenor de los chismorreos, y de la enorme atención que ponían en cada movimiento del cepillo. Tenía la sensación de formar parte de algún experimento científico en el que yo era el extraño espécimen a estudiar…
Thony me había explicado que los Yali, al igual que la mayoría de grupos de Papúa, debían tener sus relaciones sexuales entre los arbustos del bosque, nunca en la casa, a menudo compartida por demasiada gente…
-“¡No me extraña que se vayan a echar el polvo a la selva! – Espeté – ¡Es imposible tener intimidad ni para lavarte los dientes!”
Se rió.
Con la caída de la noche, todo el mundo comenzó a retirarse a sus chozas, y Thony y yo nos quedamos finalmente solos.
De pronto, un sobrecogedor lamento rompió el silencio y se impuso a la suave sinfonía de grillos, cigarras y alguna ave del paraíso, que, desde hacía unos minutos, se había adueñado del lugar. Era una especie de cántico desgarrado, salido de las entrañas. Procedía de una choza solitaria, que se veía a no mucha distancia.
-“ ¿Qué es eso. ?”– le pregunté a Thony-
-“Es el lamento de una madre por la muerte de su joven hijo” – Respondió-
Tenía dieciocho años. Había marchado a buscarse la vida a Wamena, a donde nunca llegó; en el trayecto había sido mordido por una serpiente, muriendo prácticamente en el acto.
El llanto se prolongó durante cerca de una hora. El eco de los barrancos lo transportó a cada rincón de aquellas montañas…
La muerte y la vida mantienen una pulso cotidiano en papúa.
Los riesgos y peligros acechan a cada peso, desde que te levantas por la mañana hasta que, con un poco de suerte, consigues alcanzar sano y salvo la hora del crepúsculo.
CONTINUARÁ…
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