abril 8, 2017

CUSCÚS DUNDEE E INDIANA LOSTAL

UN CÁNTABRO EN TIERRA CANÍBAL VII

 

   En Julio de 2005, me adentré, con la única compañía de un guía autóctono Thony y de un puñado de porteadores nativos en el ancestral mundo de Irian Jaya (Papua Occidental), el rincón más salvaje del planeta. Mi intención era contactar a los hombres mono, los caníbales korowai. El viaje se convirtió en una experiencia única, un auténtico reto como viajero, plagado de anécdotas y situaciones novelescas.
Este serie de relatos pretende ser una especie de cuaderno de viaje, mediante el cual, os narro mi aventura en tierra caníbal.

CUSCÚS DUNDEE E INDIANA LOSTAL

En un mundo salvaje, dónde naturaleza, fauna e incluso tus semejantes se tornan habitualmente hostiles, la muerte se impone con frecuencia en el duelo con la vida.

Las ceremonias funerarias de las distintas tribus que habitan la isla de Papúa comparten en igual medida, la dureza y la crueldad, que son parte innata de la lucha diaria de estos pueblos melanésicos.

La antropofágia ritual de Korowais y Kombais, o la momificación de cadáveres por parte de temibles Cuca-Cuca de Papúa oriental – antaño famosos por sus aterradoras cacerías en busca de carne humana en las poblaciones costeras -, son sólo algunos ejemplos.

Una de las tradiciones mortuorias más espeluznantes  ha sido preservada por los Huli  de Papúa Nueva Guinea; el cuerpo debe descomponerse sobre una especie de parigüela, mientras la viuda permanece semanas bajo el cadáver putrefacto de su esposo, tratando de evitar con su propia piel que los fluidos corporales, que se desprenden del muerto, lleguen a tocar el suelo.

“Reñido pulso el de la vida y la muerte”
La guerra ha causado desde siempre estragos entre los pueblos vernáculos de aquellas selvas. Raras son las comunidades vecinas que no tienen muertos que reclamarse o echarse en cara.

Una de las leyendas bélicas más conocidas entre los  pobladores de Papúa, es la de «los Hombres de Barro”, aún hoy asentados en una de las regiones más abruptas de Papúa oriental.

Cuentan los viejos que esta tribu fue, en su día, atacada por una de las etnias más devastadoras de la isla. Mientras el poblado era masacrado por sus enemigos, varios miembros de la tribu huyeron, siendo perseguidos por sus atacantes hasta la orilla de un gran lago. Desesperados ante la perspectiva de convertirse en presas fáciles, los nativos decidieron enterrarse bajo el lodo, recurriendo a unas finas cañas de bambú para poder respirar. Así permanecieron durante algún tiempo.

Cuando creyeron haberles burlado,  los aborígenes emergieron del fango, encontrándose cara a cara con varios de sus agresores, que continuaban rastreando la zona, y que, al ver aquellas figuras humanas, rebozadas en barro, al contraluz de la luna llena que se reflejaba en las aguas del lago, creyeron encontrarse delante de espíritus malignos y corrieron, despavoridos, ante la perplejidad de sus víctimas.

Esta tribu es conocida como “los Hombres de Barro”, ya que, desde entonces, sus guerreros se embadurnan el cuerpo y se cubren la cabeza con grandes máscaras de barro, para acudir a la batalla.

Había llegado el momento de que Thony me demostrara sus cacareadas habilidades como cocinero.

La débil llama de una lámpara de alcohol, con la ayuda de las linternas, iluminaba levemente el pequeño e improvisado comedor.
Mientras me servía, Thony me recitó el menú de aquella primera noche en Kosarek…

“Noodles a la italiana y piña”  
“Perfecto”
“Aquí tienes salsa picante, por si te apetece”
“Me encanta el picante”
“A mí también. Si quieres, a partir de ahora cocinaré con especias”
-“Por mí, ningún problema.  ¡Uhm, están realmente buenos!”
En su gesto, percibí satisfacción…

Mientras cenábamos, nos enfrascamos en una larga conversación.
Era una buena oportunidad para conocernos mejor, así que cada uno compartió con el otro una parte de su pasado, su presente y sus aspiraciones futuras…

Me habló de su vida como guía. Aquellas selvas eran su mundo. En ellas se sentía cómodo,  libre. Más de una vez, había realizado a pie el trayecto para el que nosotros habíamos  recurrido  a la avioneta. Le había llevado casi dos meses. En un par  de ocasiones, se había topado con habitantes de la selva …
“Aquellos nativos jamás se habían visto cara a cara con un ser humano distinto a ellos”-me explicó con entusiasmo-..

Trató de describirme la mezcla de terror, asombro y curiosidad que trasmitía su mirada, mientras le apuntaban con la punta de su flecha.

En las junglas del Sur, había sido de los pocos en atreverse a traspasar la línea de pacificación, junto a una pareja de holandeses. Su encuentro con un Korowai Betul fue tenso…El pequeño hombrecillo  les observaba con gesto entre desconfiado y hostil. A ojos del Korowai, aquellos tres extraños seres podían ser “Laleoalíns”, espíritus malignos.

“ El Laleoalin es una persona que posee Khakhua, poderes malignos, con los que puede provocar todo tipo de desgracias: epidemias, inundaciones… En ocasiones, su piel puede adoptar el color blanco”. 

Durante unos segundos nadie movió un solo músculo.

Cuando el receloso hombre de la selva pareció relajarse un poco, uno de los holandeses le mostró a Thony su cámara de fotos…
-“¿ Puedo?” – Interpeló-.
-“¡Muy despacio!”.

El Korowai observaba confuso, como aquella enorme persona, de pelo amarillo, le apuntaba con un extraño objeto brillante…
De pronto, la cámara accionó automáticamente el flash y lanzó un golpe de luz que  se estrelló contra su rostro. El momento fue especialmente dramático; tras  desaparecer unos segundos entre la maleza, el pequeño hombre emergió de nuevo, dando gritos y apuntando al holandés con su arco. Thony intentó apaciguarle sin éxito. El holandés depósito la cámara en la hierba, mientras le mostraba las manos desnudas…

-“¡Tranquilo, tranquilo!”- profería, desencajado-.

El Korowai volvió a desvanecerse entre la vegetación, mientras los dos extranjeros, y el propio Thony, intentaban recuperarse del susto.

Decidieron regresar inmediatamente a zona segura, antes de que el resto de la tribu tuviera noticias de su presencia.

-“Si tu estás interesado, yo te puedo cruzar la línea de pacificación” – Me dijo – “Pero tendrías que darme un par de meses, para entrar yo primero y asegurarme que no seremos atacados”
-«¡Estoy ante Cocodrilo Dundee!” – Bromeé yo.-
-“Soy Cuscús, Cuscús Dundee”- me corrigió, sonriendo, haciendo referencia a una especie marsupial que habita en aquella parte del mundo, de cierta similitud con el koala.-
-«¡El auténtico Cuscús Dundee en persona!”
-«¡El auténtico Indiana Jones en persona!”-añadió él, refiriéndose a mí-.
-“¡Por fin me has reconocido!”
-“Indiana y Cuscús Dundee, ¡vaya pareja!. Nada podrá interponerse en nuestro camino; ni lluvia, ni flechas… ¡Podremos con todo!”

Eran aproximadamente las nueve y media cuando me metí en el saco, apagué la linterna y decidí dormir…
Echado sobre el colchón de plumas, repasaba cada detalle del día, mientras esperaba que el cansancio hiciera su efecto.

A los pocos minutos noté ruidos extraños en la habitación – un leve crujir, como si algo se arrastrara por las paredes y el suelo -. Encendí de nuevo la linterna y enfoque a mí alrededor… Tenía visita: por lo menos conté treinta cucarachas, además de algún otro desagradable insecto volador, de considerable tamaño.

-“Espero que no ronquéis” – me dirigí a mis numerosas compañeras de cuarto, apagando nuevamente la luz y zambulléndome en el saco de dormir. Mientras no fuera una serpiente o  una araña peluda todo iría bien -.

Hay un capítulo de las historias de caza de mi abuelo Manolo, que mi madre me contó cuando era un niño y se me quedó especialmente grabado en la cabeza. Sucedió en México.   Se encontraba de  cacería  en el campo.Había pernoctado al raso. Con las primeras luces de la mañana, se despertó y se dispuso a calzarse las botas. De pronto sintió fuego en el pie y cayó al suelo. Durante la noche, se le había introducido en la bota una viuda negra, una araña, cuya picadura puede resultar letal. Mi abuelo  estuvo al borde de la muerte…

A las cinco y media de la mañana ya estaba harto de dormir. Esperé a que la luz comenzara a filtrarse a través de la cortinilla de la ventana y me levanté… Cogí las botas y las sacudí bien antes de calzarlas… ¡ni rastro de intrusos!

Terminé de vestirme y salí a disfrutar del sobrecogedor amanecer  en Irian Jaya.
Las nubes se desbordaban sobre los picos de las montañas emulando a una gran ola a punto de romper. El cielo estaba despejado.

El espectáculo de la vida desperezándose en aquel recóndito rincón de la tierra resultaba una vivencia casi espiritual.
Volví a entrar en la caseta… Cuscús Dandée seguía durmiendo sobre uno de los largos taburetes de madera del comedor, que había elegido como cama.

Hacia poco más de una hora que los gallos habían dejado de cantar.
A las siete de la mañana, tras desayunar  consistentemente y llenar las cantimploras, nos pusimos en camino hacia un asentamiento Yali que se divisaba en lo alto de una montaña, aparentemente cercana. Éramos cuatro personas.

-“Estos son Elías y Bartolomé; serán nuestros porteadores en esta zona…” – Señaló Thony -.
Elías y Bartolomé eran dos personas de confianza para Thony, con los que había recorrido en infinidad de ocasiones aquellas montañas. Dos jóvenes Yali, que habían adoptado nombres cristianos tras ser bautizados por los misioneros cuatro años antes.
-“Elías cargará tu mochila” – me indicó Thony, haciendo referencia a mi equipo fotográfico-.
-“Prefiero cargarla yo” – Repuse -.
-“Hazme caso; el recorrido es muy complicado,  la cámara estará mucho más segura en sus manos, y tu te desenvolverás mejor. Elías será tu sombra, así que cada vez que necesites echar mano de la cámara, le tendrás junto a ti…”

La idea seguía sin convencerme. Siempre había preferido cargar yo el equipo fotográfico.
Una vez, descendiendo a un poblado Dogón en la falla de Bendiagara, en Mali, llegué a bromear con ello…
-“¡He visto muchas películas de Tarzán y siempre se cae el negro!” – Dije aquel día – “así que la cámara la llevo yo!”- Estábamos bordeando una enorme pared rocosa, por un estrecho sendero que limitaba con un profundo precipicio-.

Thony parecía muy seguro de sus palabras, así que le pasé a Elías la mochila y comenzamos la marcha hacia el poblado.

Pronto me percaté de que Thony tenía razón.  Avanzar por aquellas montañas tupidas y muy resbaladizas no era tarea fácil. El terreno, tanto en el descenso como en el ascenso, era muy inclinado, y estaba escondido bajo una densa vegetación que te impedía ver donde pisabas.

Mis botas, adecuadas para el barro y el agua, se convertían en auténticos patines sobre la piedra húmeda y el barrillo, por lo que no tardé en caer al suelo. Una vez y otra y otra…
-“¡Creo que hoy voy a entrar en el Guínes!”- bromeé-.

Tras un primer descenso de algo más de media hora, nos encontramos de cara a una enorme subida, sumergida en vegetación. Era una pendiente de unos 80 º grados.

Comenzamos a trepar a buen ritmo, ayudándonos con ambas manos para tomar impulso. Un pie y otro y otro… No sabía dónde pisaba ni a qué me agarraba, mientras buceábamos  en aquel  denso océano verde.

La ascensión comenzó a hacerse interminable  a partir de la primera media hora de escalada, sin descanso. Mis manos estaban llenas de cortes y me había clavado más de una espina. Ni sé cuantos insectos me tragué ,o cuantos logré escupir, al tratar de tomar aire con la boca abierta. El sudor me empapaba de pies a cabeza.

Tras aproximadamente una hora de ascensión, comenzó otro vertiginoso descenso, y acto seguido, de nuevo hacia arriba; una vez y otra vez…una hora y otra hora… Todo el entrenamiento de los meses previos a la partida adquirió sentido en aquel primer día de máxima exigencia en Irian Jaya.

Sin embargo, mucho peor que las continuas subidas y bajadas resultó el bordear los barrancos y algunos terraplenes, cuyo final se perdía entre los arbustos. Con la espalda totalmente echada sobre la pared de la montaña, aferrándome con todas mis fuerzas a plantas, raíces y cuanto tenía a mi alcance, trataba de mantener la máxima concentración, buscando un resquicio donde apoyar el pie sin resbalar, en aquel estrecho pasillo, que nos separaba del precipicio…
Esteban y Bartolomé, mucho más acostumbrados que yo a desenvolverse en aquella arboleda, y con la mejor adherencia que les permitía el poder caminar con los pies descalzos, no se separaban de mi, atentos a cada posible traspié . “Desde luego, no era  el mejor momento para sumar un nuevo resbalón al Guínes, porque esta vez, la caía podía tener consecuencias fatales”
Thony me contaría más tarde que en alguna ocasión ya había tenido que sacar sobre sus hombros algún  aventurero, que se había fracturado la pierna tras caer por una de aquellas  interminables  pendientes  de lodo y piedras…
-“¡Animo, indiana; tu ya has hec

ho esto en el cine!”- me gritó Thony, mientras alcanzaba el final de uno de los tramos más escurridizos-.
-“¡Claro, tu, como eres un cuscús, puedes aferrarte con la cola!” – Le seguí la corriente, mientras luchaba contra mi falta de resuello-.
Entre broma y broma, yo me alegraba en aquel momento de que Patricia, mi esposa, se hubiera quedado en España y de no tener  que preocuparme más que por mi propia seguridad.

Era medio día cuando por fin alcanzamos la cima de la montaña donde se asentaba el poblado. Estaba prácticamente desierto. Una mujer, con su pequeño en brazos salió a recibirnos. La joven madre sólo vestía la diminuta faldita vegetal, bajo una especie de capucha que la cubría la espalda a modo de capa. Aquel curioso parapeto, hecho con las hojas del bombonaje, es típico entre los Yalis. Les sirve tanto para protegerse del sol como de la lluvia, cotidiana en aquellos lugares..

-“No queda nadie en el pueblo”– me explicó Thony – “Todo el mundo está trabajando en las terrazas…”
El sol te aplastaba en las horas centrales del día…
-“Lo mejor es que aprovechemos para comer algo y  descansar un par de horas” –  Añadió – “hasta que baje un poco el calor..”
Me miré las manos; estaban llenas de arañados…
Alcanzar aquel poblado Yali nos había llevado casi cinco horas, y el trayecto había resultado durísimo. Casi tanto como apasionante.
Tras hacerle alguna foto a la mujer de la caperuza vegetal, me refugié junto a los demás a la sombra de una de las chozas.

Por la tarde continuamos la marcha hacia otros puntos de aquellas montañas. Por el camino, nos íbamos encontrando con los Yali en sus quehaceres diarios: las mujeres, al cuidado de la casa; los niños, vigilando a los cerdos;  y los hombres, encaramados en aquellos sembrados, sobre escarpadas pendientes que daban vértigo…Una vida dura y, sin embargo, aquellos seres trasmitían mucha más felicidad y alegría que la mayoría de las personas que viven en la parte del mundo que conocemos como “civilización”.

Entre escaladas y descensos, encontrar algún río de agua pura y cristalina reconfortaba el cuerpo y el  espíritu.
En un par de ocasiones, decidimos quitarnos la ropa y darnos un refrescante baño ante la atenta mirada de varios niños Yali que, encaramados en la copa de un árbol, nos espiaban a cierta distancia. Sumergido en aquella corriente de agua, entre aquellas montañas casi vírgenes, la sensación de sentirte  vivo alcanzaba su máxima expresión.

El sol comenzaba ya a ponerse  cuando divisamos la misión abandonada que nos servía de refugio y de hogar. De pronto, Bartolomé empezó a gritar, alejándose entre aspavientos, despavorido…

Yo aún tuve tiempo de ver el extremo de una serpiente que desaparecía entre las rocas.
Bartolomé seguía muy asustado, profiriendo una lista sin fin de palabras y frases ininteligibles para mí, mientras Elías intentaba calmarle.
-“¿Todo por una serpiente?”  – pregunté yo, extrañado por lo exagerado de la reacción-.
-“El no ha visto una serpiente” – me explicó Thony – “para él, era un espíritu  maligno, que se ha cruzado en nuestro camino. Mal presagio para todos nosotros…”

Nadie me supo explicar  que hacía especial  aquella serpiente con respecto a las muchas que sin duda reptaban por aquellas montañas, para que Bartolomé viera en ella “un espíritu  portador de malos augurios”…
Yo me sentía pletórico cuando llegamos a la misión. El día había sido exigente, pero  tenía la sensación de haberlo pasado con nota.

CONTINUARÁ…

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