abril 27, 2017

«LOS RASCACIELOS DE LA SELVA»

 

UN CÁNTABRO EN TIERRA CANIBAL VIII

En Julio de 2005, me adentré, con la única compañía de un guía autóctono Thony y de un puñado de porteadores nativos en el ancestral mundo de Irian Jaya (Papua Occidental), el rincón más salvaje del planeta. Mi intención era contactar a los hombres mono, los caníbales korowai. El viaje se convirtió en una experiencia única, un auténtico reto como viajero, plagado de anécdotas y situaciones novelescas.
Este serie de relatos pretende ser una especie de cuaderno de viaje, mediante el cual, os narro mi aventura en tierra caníbal.

 «LOS RASCACIELOS DE LA SELVA»

    La única forma de asearme era aprovechando un pequeño arroyo que había detrás de nuestra cabaña.  Así que me quité la ropa y, dejando a un lado cualquier atisbo de pudor, procedí a jabonarme y a aclararme con el agua de aquel pequeño regato. El proceso fue seguido atentamente por un grupo de jovencitas que cuchicheaban y reían entre dientes…
No tardé en contar con una nutrida audiencia, que convirtió mi baño en el acontecimiento del día.

   Una nueva noche y un nuevo amanecer entre las montañas de Jaya Wijaya.

Con los primeros rayos de sol de mi quinto día en Irian Jaya, los Yali parecían prepararse para vivir algún tipo de acontecimiento que iba a tener lugar en la planicie utilizada como pista de aterrizaje por las avionetas misioneras. Se percibía más movimiento de lo habitual. Poco a poco, veía llegar nativos procedentes de todos los rincones de la cadena montañosa.
-“Vas a tener suerte” –me dijo Thony- «es día de mercado” 

A primera vista,  aquello no tenía nada de especial. Yo estaba harto de ver mercados por el mundo y, desde luego, aquel puñado de mugrientas de esteras, tejidas con hojas de palma, en las que se podía adquirir algún tipo de hortaliza y poco más, no tenía nada que ver con los coloridos mercados de Mali, de Kenia, de Guatemala, o los polvorientos mercados de camellos del Yemen o La India. Sin embargo, había dos cosas que hacían de aquella pequeña congregación de Yalis algo singular y único en el mundo: de un lado, la belleza del entorno – visto desde la cabaña, aquellos cuatro puestos, alrededor de los cuales se apiñaban varias decenas de indígenas semidesnudos, cobraban esplendor debido a la inmensidad  de las montañas que se perdían en el horizonte, coronadas por las nubes bajas que se resistían a abandonar el lugar – De otro, aquella atmósfera  de clandestinidad que se percibía alrededor del regateo.


Todo era siniestro. Los Yali formaban una especie de cuadrado alrededor de los improvisados puestos de venta y  se limitaban a observar en silencio.
De vez en cuando, un par de hombres se sentaban en la hierba y negociaban entre cuchicheos, casi sin mirarse a los ojos, circunspectos, como si lo que hacían fuera ilegal y temieran ser descubiertos. Se tomaban su tiempo. En aquella sociedad ancestral, tiempo es lo que sobra…
Yo me había acercado al mercadillo, sin sacar la cámara de la mochila, para no deshacer el hechizo.
De pronto,  un hombre de mediana edad, al que creía haber visto el día anterior, me murmuró algo. Estaba acuclillado a mis pies. Sostenía en sus manos un pedazo de taro. Estaba regateando con otro individuo…
-“¿Qué quieres?”-  gesticulé -.
El hombre me mostró los cinco dedos de la  mano y luego  marcó con el índice la parte anterior del codo… Thony me había explicado aquella forma de contar la noche anterior: cada dedo, hasta diez; el dedo en la muñeca significaba cien; en el codo mil; en el hombro, diez  mil…
Cinco dedos y codo significaba…  quinientos mil.                                                                    – –¿Me estás pidiendo  quinientas mil rupias?”
No respondió. Se limitó a rezongar, sin atreverse a sostenerme la mirada…
-“De acuerdo” – Accedí -.
Le pasé cinco sucios billetes de cien mil rupias – unos cuarenta céntimos de euro -. Él los tomó con sigilo y completó la compra.
En realidad las rupias no servían de mucho en aquellas latitudes. De no ser por mi presencia, lo más probable es que hubieran acabado acordando algún trueque. De cualquier forma, aquella especie de complicidad, surgida entre el Yali y yo, me había servido para romper el hielo, y ahora me aceptaban entre ellos con más naturalidad. Incluso me permitieron tomar fotografías; los hombres mucho más orgullosos, las mujeres tímidas y recelosas al principio, divertidas y hasta con un cierto grado de picardía después…

Un muchacho estilizado, sin un gramo de grasa, que debía tener unos 16 años me seguía desde hacía un rato, haciendo gestos para que le sacara una foto. Estaba completamente desnudo, portando solo un pequeño cubrepene de calabaza. Por el momento preferí no fotografiarle y en su rostro percibí cierta decepción; “¿por qué a mi no?”, parecía decir…

   Una hora más tarde, nos pusimos en camino hacia un poblado que iba a organizar una gran “Fiesta del Cerdo” para nosotros.

   Una Fiesta del Cerdo es uno de los mayores acontecimientos sociales que pueden tener lugar no sólo entre los Yalis, sino entre casi todos los grupos tribales que habitan el macizo central de Irian Jaya.

El cerdo lo es todo para las tribus de Papúa. No es  sólo un animal, apreciado por su carne, sino que supone el mayor  signo de riqueza de una familia. Funciona también como moneda de cambio. El acuerdo de la dote para comprar una esposa, las negociaciones entre clanes, para fijar cualquier tipo de indemnización, …todo se realiza mediante transacciones porcinas. Cuantos más  cerdos posees, más rico eres.

Por lo tanto, el que una aldea fuera a sacrificar un puerco y celebrar una fiesta en mi honor  no dejaba de ser un verdadero privilegio y, por supuesto, una vivencia que no podía desaprovechar.
Esta vez, a la marcha hacia el poblado, que nos llevó aproximadamente dos horas, se nos sumaron hombres, mujeres y niños, de los pequeños asentamientos que rodeaban la misión,  los cuales no querían perderse la fiesta.

El poblado estaba emplazado sobre el lomo de una pequeña montaña. No era un terreno llano, sino que formaba una ligera pendiente que moría al borde de un profundo barranco.

Visto de arriba a abajo, aquel conjunto de chozas de paredes de barro y techumbre vegetal, parecía un decorado del Hollywood de los años sesenta, que sobresaliera sobre un gran lienzo, pintado, de picos y nubes interminables.

No tardé en oír los cánticos. El ritmo era simple, monótono. .. Aquellas canciones, de letra incomprensible para mí, provenían de los orígenes del mundo. Las mismas canciones, que habrían cantado los primeros habitantes de aquellas indómitas tierras hacía millones de años. Canciones que habían pasado de padres  a hijos, conservando toda su pureza y su carácter ancestral.

De detrás de las últimas chozas de la montaña, como emergiendo del fondo del precipicio, apareció ante mi vista un numeroso grupo de Yalis, prácticamente desprovistos de atavío alguno, que no fuera la pequeña faldita de las mujeres, o el koteká y el sebiap de los hombres. Se decoraban la cabeza y el cuello con plumas y collares. Algunos portaban arcos y flechas. Pude ver algún niño pequeño sobre los hombros de su madre.

Serían unos sesenta, que cantaban y bailaban, mientras recorrían el poblado hacia nuestra posición.

Cuando llegaron a una pequeña explanada en el centro del pueblo continuaron danzando en círculo. Proferían cánticos y gritos, mientras daban pequeños saltos,sin ningún tipo de orden o formación aparente.Así permanecieron durante cerca de veinte minutos.

Terminado el baile, las mujeres se retiraron, quedando únicamente un grupo de hombres, que parecían dispuestos a hacer los honores. Uno de ellos atrajo a un gran cerdo salvaje hacia la explanada, mientras otro se aprestaba al sacrificio..

Sin ningún tipo de prisa, imprimiendo una cierta solemnidad al momento, el Yali comenzó a girar alrededor del cerdo, mientras sujetaba un gran arco y tensaba una flecha – el extremo del venablo estaba sujeto a su muñeca mediante una especie de cordón vegetal-. El animal reculaba receloso…

Como un torero, que espera a que se cuadre el toro y se prepara para asestar una única estocada mortal, el hombre aguardó a que el cochino fijara su posición y, lentamente, le apuntó con la afilada punta de su flecha… El cortante pedazo de bambú  acertó de lleno en el corazón del animal. Inmediatamente, el Yali recuperó la flecha con un brusco tirón del cordón que la sujetaba a su mano. La sangre brotó como un geiser del costado del animal, que comenzó a retorcerse varios metros por el suelo,  emitiendo gemidos de muerte. La agonía duró unos pocos segundos.

A continuación, cuatro hombres situaron el cuerpo inerte del cerdo en el centro de la placita y, con gran destreza, comenzaron a desollarlo, utilizando afilados pedazos de caña.

Me fijé en uno de ellos, que tenía la nariz atravesada por un pequeño trozo de hueso – en la cabeza portaba la redecilla típica de la indumentaria Yali -. Me llamaron poderosamente la atención sus extremidades; sus pies parecían lija, y se adaptaban a la forma del terreno. Sus enormes manos me recordaban  las de un simio…

Mientras los hombres descuartizaban al cerdo, las mujeres, siguiendo una especie de rito, arrojaban hojas sobre su cuerpo, mientras avivaban el fuego donde sería cocinada la carne.

Por supuesto, fui invitado al festín. No me quedó más remedio que probar aquel guiso, que para los Yalis representaba un auténtico manjar.

Mi tiempo entre los Yali se estaba acabando. A la mañana siguiente, vendría a recogernos la avioneta que nos llevaría a las “Lowlands”. Allí comenzaría la parte más peligrosa, y a la vez más apasionante, de mi viaje.

   Llevábamos ya un par de horas con el equipaje preparado, esperando que llegara la avioneta. Entonces, notamos un gran revuelo entre los Yali, mientras corrían hacia la pista de aterrizaje con la mirada fija en el cielo. El ruido de los motores de la avioneta nos avisó de su llegada unos segundos antes de que apareciera entre las nubes. Pocas décadas atrás, los Yali habrían corrido a esconderse en los bosques, despavoridos por la visión de aquel enorme pájaro de acero. Posiblemente, aquellas avionetas aún sobrevuelan por encima comunidades selváticas, cuyos moradores las confunden con los gigantescos murciélagos que emergen de sus guaridas cada atardecer. Mas de uno habrá intentado inútilmente alcanzarlas con sus flechas.

Mientras varios jóvenes se echaban sobre los hombros nuestras mochilas y provisiones y se dirigían al punto donde se había detenido la avioneta, pude ver al muchacho que en varias ocasiones había intentado infructuosamente que le tirara una foto. No me quitaba la vista a una prudente distancia. Sus ojos se abrieron de par en par cuando le indiqué que se situara ante una pequeña choza, mientras procedía a extraer de mi mochila la cámara fotográfica.

Con qué poco podías arrancar de aquellos rostros una enorme sonrisa, trasmisora de la felicidad y gratitud más sinceras. Aquellas gentes no sabían de dobles-caras ó diplomacia; tanto si te consideraban un amigo como si no eras bien recibido, te lo hacían saber al instante. Su mirada era capaz de trasmitirte hospitalidad con la misma transparencia que su rostro podía tornarse amenazador y agresivo si se sentían agraviados. En ese caso, “mejor estar muy lejos  del alcance de sus hachas de piedra”.

Desde la ventanilla del avión tenía la sensación de que entre toda aquella gente y yo se había generado ciertos lazos, que difícilmente puedes conseguir en tan poco tiempo en nuestra recelosa y solitaria sociedad. El momento de la despedida estuvo cargado de emotividad.

Mientras la avioneta aceleraba hacia el final de aquella lengua pelada que me parecía tan corta, contemplaba por última vez a los Yalis, agitando sus brazos, cuya mirada parecía decirme: “¡Vuelve cuando quieras, amigo!”

   Estaba tan ensimismado en mis pensamientos, que apenas me había percatado de que el piloto no era el americano de tres días atrás…
“Bonjour, monsieur”
“Bonjour”.
“Comment ça va? “
“Ça va bien”

   Me dio la sensación de que aquel belga, de larga cabellera blanca, hacía tiempo que había traspasado la edad de la jubilación.

Durante varios minutos, la avioneta sobrevoló las montañas del macizo central, rozando el fuselaje las cimas de los picos más infranqueables.

De pronto, la inmensa pared rocosa, decorada con gigantescas caídas de agua, quedó atrás, y bajo nosotros apareció una interminable alfombra selvática, sólo desagarrada por los numerosos ríos que serpenteaban entre la vegetación más exuberante que había visto jamás.

“El Infierno del Sur”, el impenetrable hogar de los Korowai, los Kombai, y, mucho me temía,  de más de un grupo humano, cuya existencia no nos ha sido revelada aún.

De hecho, el mundo no supo de vida humana en aquellos pantanales hasta 1977.

Con anterioridad a esa fecha, nadie imaginaba que aquella inmensa jungla pudiera esconder personas, más allá del área conocida como “los Asmat”, una enorme extensión de selva y ciénagas, habitada por la tribu  del mismo nombre,  temibles por su larga tradición  como antropófagos y cortadores de cabezas. La existencia de canibalismo en los Asmat fue conocida a nivel mundial cuando en 1961, Michael Rockefeller, hijo de un  famoso multimillonario, desapareció sin dejar rastro en aquella región y se especuló con la posibilidad de que hubiera sido devorado por los caníbales que la habitaban.

   Volábamos muy bajo. El tamaño de los árboles, algunos de más de treinta metros, obligaba al piloto a mantener la máxima  concentración.

Además de  la vegetación lo que más llamaba la atención desde allí arriba era la gran cantidad de agua que lo anegaba todo.
Durante nuestra última cena en Kosarek, Thony me había confesado su preocupación por el nivel que podía adquirir el agua en algunas zonas.
-“Las noticias que tengo son de  que está lloviendo mucho. Podemos encontrar  bastante agua en el camino y eso lo hará especialmente duro”
-“¿A qué altura crees que nos puede llegar el agua mientras caminamos, la cintura?”
Thony me sonrió y se llevó la mano a la barbilla.

   Llevábamos más de una hora sobrevolando una inmensa extensión  de selva que se perdía en el horizonte. Yo permanecía absorto en aquella visión indescriptible. Volvía a ocupar el asiento del copiloto, mientras Thony permanecía sentado detrás de mí, entre la carga.

De pronto, extendió su mano y me señaló a un punto en la jungla…
“¡Korowai!” –  exclamó-
Ante nosotros, sobre la copa de un árbol de más de veinte metros de altura, pude distinguir la primera “Treehouse”, la vivienda de los Korowai y los Kombai.

Los Korowai dicen que construyen sus casas en los árboles “para poder ver de cerca los pájaros y las montañas, y para que el brujo no pueda trepar hasta ellos”.

La realidad es menos poética; deben habitar en las alturas, para protegerse de los ataques de sus enemigos, de los animales e incluso de las inundaciones.

No tardé en divisar más “Khaims”, que es como los hombres mono denominan  a sus hogares arbóreos.  A cierta distancia, resplandecían los afluentes de los ríos Digul y Eilander, lindes naturales del territorio Korowai.

Había llegado al punto crucial de mi viaje a Irian Jaya. En pocos minutos pondría pie en “tierra caníbal”.
Thony volvió a extender su dedo índice…
“Yaniruma” – Espetó -.

   El único resquicio de civilización en aquel territorio salvaje se  llama Yaniruma.

Aparte de una pequeña tienda de ultramarinos, propiedad de un joven, originario de Bornéo, un sucio dispensario,desprovisto de medicamentos e instrumental, que corre a cargo de una enfermera de Wamena, y una estación de radio, que mantiene contacto permanente con las avionetas que, de vez en cuando, solicitan aterrizaje en la única pista disponible en muchos kilómetros a la redonda, Yaniruma no es más que una veintena de cabañas de madera, que a duras penas se sostienen en pie.

Los misioneros que habían levantado el pueblo decidieron abandonarlo tras varios años de inútiles intentos de predicar el evangelio entre aquellas gentes esquivas,  sin poder llevar a efecto ni un solo bautizo entre la población Korowai ó Kombái.
-“¿Profesa esta gente alguna religión?” –Le pregunté a Thony unos días más tarde-.
-“Creen en los espíritus” – fue su escueta respuesta-.

   El recibimiento fue mucho menos caluroso que en kosarek. Un grupo de nativos, que vestían vieja ropa occidental, salió a nuestro encuentro y nos ayudó con los equipajes y los víveres para la expedición al interior de la jungla.

No eran sólo sus rasgos, típicamente melanésicos,  lo que diferenciaba a esta gente de las tribus que había contactado en las tierras altas; su rostro era mucho más hermético y su mirada seguía un código difícil de descifrar. Tenía la sensación de que ganarme su confianza  iba a ser tarea ardua.

Un joven de unos veinticinco años, de cara huesuda y un atisbo de bigote bajo la nariz, se aproximó a nosotros. Thony estrechó su mano…
-“¿Qué tal todo?” – Dijo Thony -.
“Bien” – Repuso el tipo enjuto -.
Thony se volvió hacia mí…
-“Te presento a Boas, nuestro guía en la selva” – Añadió -.

CONTINUARÁ…

¿ESTÁ INTERESANTE? SUSCRÍBETE AL BLOG, RECIBIRÁS TODAS LAS PUBLICACIONES DE ESTA SERIE EN TU CORREO. ADEMÁS RECIBIRÁS GRATIS,  “Las 16 tribus más impactantes del mundo en la actualidad”con muchas fotografías

 

RECENT POSTS