marzo 3, 2017

THONY

UN CÁNTABRO EN TIERRA CANÍBAL V

 

   En Julio de 2005, me adentré, con la única compañía de un guía autóctono Thony y de un puñado de porteadores nativos en el ancestral mundo de Irian Jaya (Papua Occidental), el rincón más salvaje del planeta. Mi intención era contactar a los hombres mono, los caníbales korowai. El viaje se convirtió en una experiencia única, un auténtico reto como viajero, plagado de anécdotas y situaciones novelescas.
Este serie de relatos pretende ser una especie de cuaderno de viaje, mediante el cual, os narro mi aventura en tierra caníbal.

 

THONY

   En el aeropuerto de Sentani, en Yayapura, todo el mundo me observaba con curiosidad.
Pregunté si hacía mucho que no llegaba allí un hombre blanco y me confirmaron que no habían visto más de cinco o seis en los últimos dos meses.
Lo primero que le pregunté al hombre de la agencia encargado de llevarme al hotel en Sentani fue sobre las advertencias de su homólogo en Yakarta.
Me mostró extrañeza.

Los problemas con la guerrilla independentista se limitan al área de Timikaal suroeste de la isla”-me dijo-.
Sí me confirmó que la ya habitualmente escasa presencia de extranjeros,  especialmente en las “tierras altas” y en las áreas selváticas, había decrecido considerablemente en los últimos tiempos.


Cuando llegué al hotel de Sentani, empezaba a anochecer.
A pesar de las 44 horas de viaje que llevaba sobre mis espaldas, y de que apenas había dormido tres horas desde mi salida de España, aún no notaba que me venciera el cansancio. Pero sabía que todo era cuestión de relajarme y echarme en la cama.

A las ocho de la mañana del día siguiente cogería un nuevo avión que me llevaría directamente a Wamena, capital del valle de Baliem, donde comenzaría definitivamente la ruta que habíamos diseñado. Así que decidí cenar y aprovechar las diez horas que tenía por delante para dormir y recuperar la frescura.

Durante mi primera cena en Irian Jaya tenía una sensación extraña. El hotel, el único de la provincia con un cierto nivel de confort, estaba prácticamente vacío. La noche era muy cerrada y la iluminación brillaba por su ausencia. El comedor, situado junto a la piscina, se abrió para mí.                                                                                           .
Mientras cenaba, en medio de un silencio intenso, empecé a ser consciente de dónde estaba; Irian Jaya, el rincón del mundo que me descubrió aquel informático americano y cuyos secretos, por fin, estaba a punto de desvelar.

Me volví a sentir excitado. Las dudas y temores surgidos durante el viaje se desvanecieron y sentí unas ganas enormes de adentrarme en aquel misterio. Sin ningún tipo de prisa, disfruté de mi primera cena en Papúa. Acto seguido, me metí en la cama y dormí de un tirón.

–  “¿ Eduardo?”
-“ Sí “
-“Soy Thony. Seré tu guía en Irian Jaya”

Tenía 45 años, estatura media y complexión fuerte. Bajo su piel, curtida por el sol, no había un ápice de grasa. Sus músculos eran pura fibra, y sus potentes cuadriceps y gemelos definían a una persona harta de recorrer kilómetros por las selvas más infranqueables y las montañas más escarpadas. Su pelo largo era de color negro intenso, si bien ya comenzaba a reflejarse alguna cana. Aunque se había criado en Papúa, su rostro revelaba su origen maluco. “Desde luego”, –pensé- “estoy ante una especia de Cocodrilo Dundee a lo indonesio”

Sin embargo, yo ignoraba, en aquel primer encuentro con el que no sólo sería mi guía, mi ángel de la guarda y mi mejor amigo durante las semanas que pasé en Irian Jaya, hasta que punto aquella primera impresión se iba a ajustar más tarde a la realidad.

-“ ¿Que tal fue el viaje?”- me preguntó mientras me ayudaba con el equipaje que los mozos acababan de depositar sobre el mostrador de llegada del aeropuerto de Wamena-.
-“Bien. Muy largo, pero todo ha ido bien”-contesté yo, ayudándoles con una de las mochilas-.

En el corto trayecto desde el aeropuerto al hotel, pude comprobar que Thony era un buen conversador y que su inglés era suficientemente fluido y rico como para poder tratar cualquier tipo de tema con él; algo importante, sin duda alguna…

El hotel Baliem no estaba nada mal – básico, pero acogedor- . El grado de confort era más que notable en las latitudes en que me encontraba.

Lo primero que hice, una vez en el hotel, fue reorganizar el equipaje, limitando aquello que me llevaría conmigo durante la expedición y dejando en la consigna parte del contenido de las bolsas, que se quedaría esperándome hasta mi vuelta a Wamena, dos semanas después.

También Thony quería repasar conmigo el equipo y concretar la lista de provisiones…
-“¿Traes saco de dormir, colchoneta, tienda…? “
-“Todo menos la tienda”
-“o.k., llevaremos tiendas. Aunque no creo que nos sirvan de mucho en la selva si sigue lloviendo como en las últimas semanas”

A continuación, debí responder a un completo cuestionario sobre mis gustos alimenticios…

-“¿Prefieres café o té?”
-“Té”
-“¿Arroz, pasta,…?
-“Pasta”
-“o.k., llevaremos unas cajas de noodles; te los puedo cocinar tanto al estilo asiático como imitando al espagueti italiano. Tienes ante ti al mejor  cocinero de Papúa”
No podía ser de otra manera; Dandee era además un perfecto chef!

El interrogatorio prosiguió …
“¿Galletas, mermelada para el desayuno…?, ¿te gusta la mantequilla de cacahuete?
Todo parecía indicar que el hambre no iba a ser un problema durante el trecking.

Cuando terminamos con la logística, decidimos aprovechar el día para conocer un poco la ciudad y su mercado mientras Thony apuraba las últimas compras, y para realizar alguna visita a los poblados Dani cercanos.

Wamena es el único centro urbano de cierta embergadura del macizo central. Una pequeña ciudad, donde se entremezcla la visión de los primeros Danis ó Lanis, pululando sin rumbo fijo por las calles, con el único atuendo de su tradicional cubre-pene de calabaza, con el inexorable avance de la cultura occidental, introducida en este caso por la población indonesa llegada de otras islas.

Papúa se ha convertido de un tiempo a esta parte en una especie de “salvaje oeste” para los inmigrantes, que llegan a miles de todos los rincones de Indonesia, en busca de fortuna y oportunidades. Este masivo desembarco de gente procedente de Sumatra, Java, Sulawesi, Bornéo y otras islas, con una mentalidad de sacrificio y trabajo de sol a sol, choca con el espíritu indolente – poco habituado a las responsabilidades- de la población nativa, que ve  como, poco a poco, se va quedando al margen del desarrollo y de las riquezas que genera su propia tierra. De ahí, las tensiones y las tendencias separatistas surgidas en los últimos tiempos, de las que me había advertido, quizás de forma un tanto alarmista, mi joven contacto de Yakarta.

Esta problemática se percibe con claridad en la zona costera, en Yayapura y Sentani. El ambiente de aquella parte de Papúa me recordaba al de Bali ó cualquier otra isla del archipiélago, mientras que los papúes oriundos parecían tragados por aquel tsunami imparable. La avalancha de inmigrantes comenzaba a alcanzar también las tierras altas, si bien aquella indómita cadena montañosa y, especialmente, el difícilmente habitable ecosistema formado por las selvas y los pantanos del sur, estaban actuando de escudo protector para las más ancestrales y autóctonas culturas y formas de vida de la isla.

Wamena representa por ahora la orilla donde muere la ola de la expansión indonesa. La puerta al mundo de los Dani, los Yali, y demás grupos tribales vecinos.
Es también el último rincón donde los pocos turistas que visitan el valle de Baliem  pueden encontrar alojamiento en un hotel medianamente cómodo.

Mientras paseaba con Thony por entre los puestos de venta que se extienden a lo largo de las polvorientas  calles de Wamena, se nos acercó corriendo una niña.
“Esta es mi princesa” – comentó orgulloso, mientras la niña le rodeaba con los brazos, sin  apartar su vista de mí,  con más  curiosidad que  temor.-“¿A que es preciosa mi hija?”
Y lo era, pensé yo. Tendría unos once años, y sus rasgos finos y estilizados. Al igual que su padre, no tenían nada que ver con los de la población nativa.

-“¿Es tu única hija?”- pregunté-.
Thony se llevó la mano al bolsillo y me mostró una fotografía.
“Se llama María… Y esa es su madre”- las dos eran rubias como el sol, si bien la niña era de tez más morena- “Viven en Suiza”

Me lo temía. Cuanto más iba conociendo a aquella especie de Tarzán oceánico, con aspecto salvaje, pero maneras refinadas y una labia fuera de dudas, más  me  convencía de que aquel personaje tendría que resultar irresistiblemente atractivo para la mentalidad de más de una aventurera occidental que se hubiera perdido durante semanas en aquellas junglas, en su  única compañía. “Una hija en Suiza, que él supiera”, pensé, “pero no me extrañaría que hubiera algún otro pequeño Dundee perdido por el mundo” 

A paso lento, y parándonos a comprar en algún puesto, caminaba por las calles de Wamena junto a Thony y su pequeña princesa…
La mayoría de los Danis, Lanis ó Yalis que habían decidido vivir cerca de la ciudad,  habían sucumbido ya a la influencia foránea y vestían harapos sucios y desgarrados.

De vez en cuando, la visión de algún nativo prácticamente desnudo, portando orgullosamente el puntiagudo cubre pene de calabaza, me recordaba que ya estaba en Irian Jaya y me avisaba de las distintas formas  de vida con las que estaba a punto de contactar.

Siempre he considerado un error el que miembros de grupos tribales de diferentes partes del mundo renuncien a sus tradiciones y acaben cediendo a las tendencias de Occidente.

Las pinturas, escarificaciones y tatuajes de gran parte de las etnias africanas, ó la desnudez imperante entre los grupos tribales de Irian Jaya, confieren al individuo, según mi punto de vista, un porte espectacular, distinto y personal. Mientras que cubiertos por camisetas y pantalones, la mayoría de las veces roídos y sucios, adquieren  aspecto de pordioseros, de ciudadanos de tercera…
El mercado de Wamena me pareció pequeño y sucio. Los cerdos campaban a sus anchas y el suelo estaba embarrado y cubierto de desperdicios. Bajo una techumbre, las mujeres Dani exponían a la venta sus productos, especialmente taro, patatas dulces y plátanos…
Mientras yo tiraba alguna foto, Thony y su hija aprovechaban para comprar algo de fruta para el viaje…

-“¿Piña…?”
-“Me encanta
-“o.k., llevaremos un par de piñas”

De pronto noté un cierto revuelo. Se oían gritos, y el gentío comenzó a retirarse del recinto. Parecían atemorizados.

Pronto pude distinguir a un puñado de hombres que se gritaban, amenazantes. Portaban hachas y machetes. Vestían camisas desgarradas y pantalones cortos hechos jirones.

La cosa parecía seria…
“Es una discusión entre Danis y Yalis” – me explicó Thony, cubriendo a su hija con los brazos- “Vámonos de aquí; puede resultar peligroso”.

Los Dani conforman una población de aproximadamente 100.000 individuos, que se extienden entre las montañas de Irian Barat  y norte del monte Maoke. Se trata de una de las áreas menos exigentes para el turista, por lo que es el grupo más acostumbrado a la visita de extranjeros.

Los Dani y el valle de Baliem no eran mis principales objetivos del viaje, pero no quería desaprovechar la ocasión de fotografiarles y conocer un poco de su forma de vida durante  los dos días escasos que pasaría en el área de Wamena.

A medida que el jeep se iba alejando de la ciudad y nos internábamos en zona rural, los signos de civilización iban desapareciendo. Las camisetas y pantalones dieron paso a la desnudez de los cuerpos de los hombres Dani y a las faldas de fibra vegetal de sus mujeres.

No tardamos en avistar las primeras “Honai», nombre con que se conoce a sus cabañas.

Thony contactó al jefe de una de las familias, y el robusto anciano, de edad incalculable, se mostró honrado por nuestra presencia y orgulloso de poder mostrarnos sus secretos culturales.
Cuando me adentré en el recinto fortificado que rodeaba el poblado, me encontré cara a cara con una especie de masculino comité de bienvenida. Las mujeres, por su parte, se ocultaban a la vista en el interior de sus Honais.

Me llamó poderosamente la atención sus ademanes y sus ruidos guturales, que yo debía considerar como un saludo.

Mientras me estrechaban su mano, botando levemente sobre sus pies, proferían una especie de gruñidos similares a los que emiten los chimpancés.

A parte de algún elemento decorativo – pequeños penachos ó cintas de plumas alrededor de la cabeza, o  collares de dientes de cerdo o de perro -,  no vestían más que el “koteka”, una larga caperuza de calabaza, que les cubre el pene, dejando expuestos a la vista los testículos. Alguno de ellos, posiblemente de más alto rango, lucía una especie de corbata ancha, bordada con conchas de caurí, que les confería un aspecto más gallardo.

La curiosidad no tardó en vencer a la timidez de las mujeres, que comenzaron a arracimarse alrededor. Luego, venciendo sus miedos iniciales, comenzaron a tocarme y a inspeccionar mi atuendo – el reloj, la cadena…-.

Una de ellas, que debía rondar los 20 años, me cogió de la mano y no me soltó durante el tiempo que duró mi visita al poblado. De vez en cuando, me dirigía alguna palabra, que naturalmente yo no podía comprender. Cuando cruzábamos la mirada, ella esbozaba una amplia sonrisa.

Las mujeres Dani se cubren de cintura para abajo con faldas vegetales, que les llegan hasta la rodilla. El torso lo llevan al descubierto. Sobre sus pechos, se arrojan collares y otros abalorios. También se  adorrnan  el pelo con plumas.

Los habitantes del poblado se mostraron muy hospitalarios conmigo.

Mientras era observado por todas aquellas miradas, Thony me explicaba como la construcción del poblado gira alrededor de la casa de los hombres, mientras que las mujeres viven aparte, en compañía de los niños.

Me llamó la atención la abstinencia sexual que hombre y mujer guardan tras el nacimiento de un hijo, y que se puede prolongar durante un periodo de cinco a seis años.

Como gran tesoro, el jefe del poblado me mostró la momia de uno de sus antepasados, que databa de hacía más de cien años.

Me enseñaron como producían el fuego por fricción, y Thony convenció al jefe para que a mi vuelta de las “lowlands”, me reprodujeran una réplica de la ceremonia de iniciación de los jóvenes guerreros, que solía tener lugar cada tres años.

Finalmente, a modo de despedida, cantaron y bailaron para mí.
Cuando conseguí liberarme de la mano de mi pegajosa anfitriona, regresamos al hotel.

Tras descansar un par de horas en la habitación, me reencontré con Thony…

-“¿Te acuerdas de la discusión entre Danis y Yalis en el mercado?» -me preguntó.
-“Sí”
-“Acabó en pelea. Ha habido tres muertos.”
Aquello no me sorprendió en absoluto.

Yo ya sabía de la beligerancia casi enfermiza de todas las tribus que habitan la isla de Papúa.

La guerra entre tribus o entre clanes pertenecientes a la misma tribu es el deporte nacional…

En mi anterior estancia,  en Papúa Nueva Guinea, el australiano propietario del hotel en que me hospedaba tuvo que ponerse el mono de trabajo para atender a sus huéspedes, porque el servicio, perteneciente a la etnia Huli, tuvo que acudir, de forma repentina, en apoyo de los miembros de su clan, que estaban a punto de enfrentarse a otro clan rival.

En un abrir y cerrar de ojos, los que hacía cinco minutos eran nuestros camareros, se despojaron de sus uniformes y partieron hacia la batalla, provistos de los arcos y flechas que habían depositado a su llegada en la recepción del hotel.

 

 

CONTINUARÁ…

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