UN CÁNTABRO EN TIERRA CANÍBAL IV
En Julio de 2005, me adentré, con la única compañía de un guía autóctono Thony y de un puñado de porteadores nativos en el ancestral mundo de Irian Jaya (Papua Occidental), el rincón más salvaje del planeta. Mi intención era contactar a los hombres mono, los caníbales korowai. El viaje se convirtió en una experiencia única, un auténtico reto como viajero, plagado de anécdotas y situaciones novelescas.
Este serie de relatos pretende ser una especie de cuaderno de viaje, mediante el cual, os narro mi aventura en tierra caníbal.
ESA SENSACIÓN DE DEJARTE LLEVAR RUMBO A LO DESCONOCIDO
Quedaban poco más de 15 días para la fecha de partida y empezaba a resignarme a ceñir el viaje al valle de Baliem, cuando casualmente oí hablar de un periodista cántabro, que había realizado varios reportajes en distintos campos de refugiados, y que estaba a punto de marchar con su mujer a Irian Jaya, para pasar una semana en el Baliem.
Conseguí localizarle y él fue quién me puso en contacto con Alfonso Carrasco, un madrileño que dirigía una pequeña agencia especializada en Indonesia, y que ya sabía lo que era llevar a profesionales – especialmente reporteros y antropólogos -, a las zonas más remotas de las islas.
Carrasco conocía Indonesia al dedillo, y sus contactos en Papúa, empezando por los guías, eran de los mejores del lugar..
Le expliqué a Carrasco lo que pretendía y vio factible el proyecto. Se comunicó con sus contactos de Yayapura y pronto tuvimos un itinerario que nos permitiría, con la ayuda imprescindible de las avionetas misioneras, acceder a territorio Yali y a territorio Korowai y Kombai.
El coste de la expedición seguía siendo alto, pero se había reducido sustancialmente, y yo estaba decidido a acometerlo.
Volví a interesarme por los Stone Korowais y la “línea de pacificación”, pero la respuesta fue idéntica a la de sus predecesores: ellos nunca traspasarían esa línea y… “allá tú si te aventuras a hacerlo”.
Nuevamente aparqué la idea.
En pocos días, Carrasco me consiguió los permisos necesarios para entrar en Papúa Occidental y las tierras altas de la isla. El primero acababa de ser impuesto un par de semanas antes por las autoridades indonesas, el segundo, el “Surat Jalan”, solía llevar casi un día de estancia personal en Yayapura, para su obtención. Yo acababa de ahorrarme ese día. Desde luego, Alfonso Carrasco sabía lo que se traía entre manos.
Fijamos una fecha de salida: su contacto en Jakarta me estaría esperando el domingo 10 de julio. Yo debería salir de España, el 9 de julio.
A principios de junio comencé a preparar el equipo.
Mis viejas botas no eran adecuadas para el nivel de humedad y de agua que iban a tener que soportar, así que me compré otras más altas, complementadas por unas polainas para protegerme mejor de las mordeduras de las sanguijuelas..
El agua se aparecía como uno de los grandes obstáculos a superar – especialmente durante el trecking en la selva -. Llovería abundantemente y la mayor parte del terreno podía quedar anegado de agua, que puede llegarte hasta la barbilla en más de una ocasión.
Compré mochilas y bolsas estancas para proteger la ropa, el equipo fotográfico y la documentación.
Para el recorrido por las montañas que integraban el territorio Yali, me preocupaba el radical cambio de temperatura que se producía al atardecer, y que podría pasar de los 30 grados al medio día a cerca de cero grados durante la noche. Si ese cambio te coge empapado en sudor, el resultado es obvio, y si algo me parece imprescindible evitar en situaciones tan adversas, es caer enfermo.
Por eso, me compré varias camisetas de nueva tecnología, cuyo tejido te mantiene seco por dentro.
El botiquín también sería importante y esta vez lo doté mucho más concienzudamente que en otras ocasiones, incluyendo jeringas y agujas por si fuera necesario inyectarme antibiótico por vía intravenosa, algo en lo que prefería no pensar…
En sanidad exterior ya me conocen; saben de mis viajes y de mi interés por llegar a zonas, normalmente poco recomendadas.
Pero esta vez, cuando mencione Irian Jaya, la doctora me miró con estupor.
Otras veces ya había intentado persuadirme de mis planes sin éxito, así que en esta ocasión ni lo intentó.
El 7 de julio revisé por última vez el equipaje. Todo estaba preparado, la cuenta atrás había comenzado…
Las noches previas a la partida me notaba inquieto; no lograba dormir bien.
La adrenalina hervía en mi interior. La ansiedad iba en aumento y se mezclaba con un cierto desasosiego, que me producía el temor a lo desconocido.
Tenía dudas sobre mi propia capacidad para superar las adversidades de todo tipo en que podía verme envuelto; “¿me habría embarcado en una aventura excesivamente grande para mí…?”
Mi estado de excitación estaba por las nubes y mi motivación era cada vez mayor.
Me encanta esa sensación de dejarte llevar rumbo a lo desconocido, de esa especie de calma tensa que experimento los momentos previos a un viaje de estas características.
Me gusta reunirme con mis amigos a modo de despedida y darme algún lujo de los que no tendré a mi alcance durante algún tiempo. Trato de alargar y de sentir el paso de las horas…
El viernes 8 de julio, a primera hora de la tarde iba a tomar un avión hacia Madrid.
Por la mañana traté de relajarme. Desayune en El Sardinero, me di una sauna en el Club de Tenis y paseé por Reina Victoria y la península de La Magdalena, disfrutando de aquella belleza, que ese día me parecía aún más espectacular.
He viajado a lugares maravillosos, pero siempre he tenido la sensación de tener el listón muy alto, de tener la fortuna de vivir en uno de los parajes más bonitos del mundo…A veces, se me pasaba por la cabeza la posibilidad de no volver a ver nunca la costa de Cantabria….
Por primera vez, me parecía percibir cierta preocupación y temor en todo el mundo por mi causa: mis padres y hermanos, mis amigos…Lo notaba en su mirada cuando se despedían.
Tras disfrutar de una buena cena, en compañía de mis amigos, en Madrid, decidí acostarme; “ mejor empezar bien descansado”…
Mi primer imprevisto no tardo en llegar, pero no tuvo nada que ver con las peculiaridades de trasladarme prácticamente a la Edad de Piedra, sino, por el contrario, de los frecuentes contratiempos que te depara el mundo del desarrollo y de la alta tecnología: el vuelo que debía tomar en el aeropuerto de Barajas tenía previsto una hora de retraso.
Como consecuencia, estaba claro que perdería la conexión a Yakarta, en el aeropuerto de Bangkok.
Una de las frases más utilizadas del swahili, y que más engarza con la mentalidad africana es “a kuna matata”, “no pasa nada”. Así que pensé: “a kuna matata”, “ya resolveré este problema cuando llegue a Bangkok”.
La verdad es que aquella mañana me sentía como en una nube. Desde el momento que pisé el aeropuerto, desconecté de todo el stress, prisas y demás sentimientos, inherentes a la sociedad en que vivimos por estas latitudes, y me sumergí de lleno en la diferente mentalidad del mundo al que me dirigía, el cual no entiende de ese tipo de sensaciones.
Estaba absolutamente centrado en la vivencia. Totalmente mentalizado para acatar y adaptarme a cualquier imprevisto u obstáculo que se interpusiera en el camino. Así que, un simple retraso del vuelo no iba a interrumpir aquella especie de “nirvana”.
Mucha gente se agobia en los aeropuertos, pero para mí representan la puerta hacia la libertad, el pasadizo hacia el gran mundo que te espera al otro lado, dispuesto a enriquecerte y abrir tu mente a nuevas ideas y filosofías de vida.
Al desprenderme del equipaje en el mostrador de facturación, tengo la sensación de quitarme también la carga del día a día. Me siento liberado y me dejo llevar pacientemente hacia el destino elegido.
De pronto, como por arte de magia, te encuentras dentro de un pintoresco hormiguero de razas y culturas que no se parecen en nada a lo que ves habitualmente: negros, orientales, maletas, mochilas, pierceings, turbantes, sarhis, sombreros téjanos…
Son tus “nuevos vecinos”. Ahora eres un “ciudadano más del mundo”…
El trayecto entre Madrid y Bangkok me llevaría catorce horas de vuelo.
Entre película y película, comida y cena, y el intercambio de alguna palabra con la pareja, en luna de miel, que estaba sentada a mi lado, la verdad es que catorce horas, con la vista clavada en el respaldo de enfrente, dan para pensar.
Las dudas y temores sobre lo que me esperaba en Irian Jaya no dejaban de visitarme de vez en cuando y, ahora que me dirigía definitivamente hacia allí, se acrecentaban cada vez más. Canibalismo, Stone Korowais, precipicios, serpientes venenosas …Eran ideas que me inquietaban y entraban en conflicto con mi determinación y mi entusiasmo.
De alguna manera, aquella experiencia iba a convertirse en la prueba del algodón. Iba a determinar si el concepto que tenía sobre mí mismo como viajero se ajustaba a la realidad o, por el contrario, era ficticio.
De otra parte, era la primera vez que me embarcaba en un viaje de estas características en solitario. No tenía ni idea de cómo sería mi guía y los portadores que estaban llamados a ser mis únicos compañeros de viaje.
Si me pasara algo, ¿en quién me apoyaría?, ¿estaría mi vida a salvo en manos de estos desconocidos?, ¿podría verme abandonado en mitad de la jungla al menor contratiempo? … Recordaba las advertencias de la primera agencia que contacté: “una vez en el interior de la jungla estarás sólo y prácticamente ilocalizable”. Ya era demasiado tarde para ese tipo de preguntas; no me quedaba otra opción que confiar en ellos.
Con una hora de retraso sobre el horario previsto, el avión tomó tierra en el aeropuerto de Bangkok.
Una vez allí, pude resolver el problema de la pérdida de conexión con el vuelo a Jakarta, motivado por el retraso en Madrid, y fui reubicado en el último avión de la tarde con dirección a la capital indonesa, un vuelo de la compañía Lufthansa, que saldría ocho horas después.
Con tanto retraso, dispuse de muy poco tiempo para descansar del largo viaje en el cómodo hotel que había reservado en Jakarta para tal fin.
Con los primeros rayos de sol, tras haber cerrado los ojos poco más de hora y media en la habitación del hotel, vino a recogerme un joven indonesio, que debía llevarme de vuelta al aeropuerto, para tomar el vuelo hacia Yayapura, capital de Papúa Occidental.
La conversación que mantuve con aquel joven resultó tan breve como impactante y consiguió alimentar aún más mis dudas y temores.
El joven de la agencia se había informado del destino de mi viaje a Irian Jaya y. desde el primer momento, intentó persuadirme de la idea.
“la provincia está cerrada a occidentales desde hace meses”-me dijo – “sólo se les facilita la entrada a aquellos a quienes se haya concedido el nuevo permiso para viajar a la isla ”
Yo le mostré el impreso que Carrasco había conseguido para mí en la Embajada de Indonesia poco antes de mi partida.
“¿Cómo lo ha conseguido?; este permiso es muy difícil de obtener”- Parecía asombrado-.
Yo, la verdad, no sabía que responder. Sólo sabía que para Carrasco había resultado relativamente fácil, y también sabía que el madrileño estaba muy bien relacionado en la embajada…
“¡Cómo que la provincia está cerrada!, ¿por qué motivo?”-Aquello me había llegado al alma-
“Es muy peligroso”- dijo-. ,»hay grupos independentistas refugiados en las selvas, y las tribus también andan revueltas. El gobierno indonesio no deja entrar prácticamente a nadie; ni turistas, ni periodistas… Podrían incluso desconfiar de las intenciones de tu viaje y poner agentes para seguir tus pasos, con el fin de evitar el tráfico de armas”
La verdad, ¡yo flipaba!; ¿qué me estaba contando aquel tipo?, ¿sería cierto todo aquello?. Y,si el Gobierno indonesio había realmente cerrado la entrada de extranjeros a Irian Jaya, ¿por qué habían hecho una excepción conmigo?… No entendía nada.
Cuando me quedé sólo en el aeropuerto de Jakarta, después de que el joven me diera el número de un contacto en Bali por si se me presentaran problemas, no lograba sacarme de la cabeza aquella conversación.
Llevaba meses intentando mentalizarme sobre los riesgos de internarme en aquella selva y entrar en contacto con seres humanos que siguen practicando el canibalismo ritual, pero nunca se me pasó por la cabeza que Papúa estuviera viviendo un conflicto armado, ni que estuviera vetada al resto del mundo. “¿Me estaría metiendo realmente en la boca del lobo…?”
Por primera vez, me sentía inquieto de verdad. Llegué a pensar incluso en quedarme en Yakarta, y no dar un paso más hasta que alguien me aclarara realmente la situación. Pero ya había llegado muy lejos y la idea de abandonar me resultaba demasiado frustrante, de modo que saqué mi tarjeta de embarqué y me dirigí hacia el vuelo que debía llevarme Yayapura.
En la sala de embarque, mientras esperaba la hora prevista para el despegue, decidí contar el número de occidentales que viajarían en aquel avión:.. ¡vaya, éramos seis! : un equipo de televisión italiana, compuesto por una mujer y dos hombres, un francés con aspecto de ejecutivo, que desentonaba bastante con el resto del pasaje, y otro hombre, con pinta más bien descuidada, cuya nacionalidad no logré descifrar… Por lo menos no viajaba sólo. Al parecer, la isla no estaba tan cerrada como me había informado mi inquietante contacto en Yakarta.
Me sentí más aliviado. Pero por poco tiempo; el avión que me llevaba hasta Yayapura debía realizar dos escalas previas en su trayecto. La primera en Bornéo, donde perdí de vista a los reporteros y al de nacionalidad no identificada. La segunda escala tenía lugar en la isla de Biak, muy próxima a Papúa y codiciada por los amantes al buceo.
Cuando estaba a punto de reiniciar el definitivo despegue hacia Yayapura, me di cuenta que el francés ya no estaba en el avión.
Efectivamente, el único extranjero que se disponía a entrar en Irian Jaya era yo. Sólo yo.
No tuve duda de que había llegado a Papúa.
Los típicos rasgos australoides de sus habitantes se me habían quedado grabados en mi anterior visita a la isla. Su nariz ancha y sus robustas y marcadas quijadas confieren a esta gente un aspecto fiero. Si a esos rasgos les añades la ornamentación típica de los grupos tribales, el resultado puede cortarte la respiración.
CONTINUARÁ…
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